Tránsito de Primaria a ESO




A menudo los centros de Primaria y de ESO funcionan como cajones estanco, sin comunicación ni proyectos que ayuden a hacer más eficaz el tránsito de los alumnos de 6º hacia el ecosistema de la ESO. A lo sumo se organizan jornadas de puertas abiertas, en las que los alumnos de Primaria visitan el instituto, ven las instalaciones y se les habla de lo que se hace allí. Sin embargo, estas acciones son insuficientes, especialmente en centros donde los niveles de competencia de los alumnos son bajos o las metodologías de aula de los maestros son muy diferentes a las aplicadas en los institutos. Es el caso de mi centro, el IES San José (Badajoz), donde una parte de los alumnos que terminan 6º en el CEIP Nuestra Señora de Fátima (colegio público del barrio) acaban en nuestro instituto. 

Os cuento mi experiencia. Primero, decir que no imparto clases en Primer Ciclo de ESO, pero colaboro en numerosas ocasiones con el CEIP Fátima en experiencias de intercambio de aprendizajes. Mis alumnos -4º de ESO y Bachillerato- van al colegio y los niños del CEIP vienen a mis clases. Aquello que mis alumnos aprenden en el aula, lo enseñan a los alumnos de Primaria. También realizo experiencias de aprendizaje entre docentes y alumnos de nuestro centro. 

Una metodología que permite:

- fijar contenidos de forma práctica;
- socializar lo aprendido;
- sentirse útil y ponerse al servicio de otros;
- practicar habilidades sociales y técnicas de expresión oral.


Me he dado cuenta que además de esto, ha facilitado que los alumnos de 6º tengan referentes reales que les permiten vincularse con el instituto. La maestra de 6º, Maripaz Castro, ha percibido que desde que vamos a sus clases más alumnos se animarían a ir a nuestro instituto al año que viene. De alguna forma, nuestras visitas han creado vínculos emocionales que generan seguridad a los alumnos de cara al reto de pasar al instituto. 

Ahora bien, yo no imparto clases en Primer Ciclo. Puede que nuestras clases hayan creado este vínculo de apego, pero una vez en el instituto, los alumnos no me tendrán como referencia a mí, sino a otros compañeros. Lo adecuado sería que esos compañeros, aquellos que imparten o impartirán el curso próximo clases en 1º de ESO realicen un proyecto conjunto con los maestros de 6º de Primaria para acometer esta transición antes de que tenga lugar. 

El apego emocional es la forma más eficaz de generar confianza y seguridad en los alumnos de 6º, acostumbrados a ver al maestro no solo como una figura de autoridad, sino como una persona con la que tienen lazos afectivos. El solo hecho de ir mis alumnos y yo a su aula, de aprender juntos, ha generado un fenómeno de troquelamiento, de identificación, de impronta emocional que facilita la seguridad de sus expectativas de futuro y la entrada en el instituto. Este mecanismo afectivo funciona también cuando se utiliza dentro de un mismo centro, entre alumnos y docentes de diferentes aulas y niveles. Cohesiona, socializa, permite que todos los alumnos se sientan parte del centro y útiles, aportando lo que saben en un entorno colaborativo que les da seguridad.

A esto se le suma el asunto de la metodología. En el aula de 6º del CEIP Fátima se trabaja en comunidades de aprendizaje, con grupos interactivos y metodologías colaborativas y prácticas. En nuestro IES no, aunque existen programas específicos para Primer Ciclo de ESO, lo que dificulta ese tránsito al instituto. El salto de Primaria a ESO es ya de por sí difícil; si las metodologías de aula además son muy dispares, la adaptación del alumno se hará más complicada. A esto se suma que colegio e instituto se enclavan en una zona de Badajoz con problemas económicos y sociales importantes.

De ahí que sea necesario acometer dos retos:

- Propiciar experiencias de intercambio de aprendizajes (llamémoslos duados) entre alumnos y docentes del colegio y del instituto. En la línea en la que ya he apuntado más arriba. 

- Crear un grupo de trabajo intercentros para unificar criterios metodológicos en 6º de Primaria y 1º de ESO. Esto permite que los docentes aprendamos mutuamente de las virtudes y dificultades que presentan nuestras metodologías de aula y arbitremos cambios que permitan un mayor acomodo del alumno de 6º a su nuevo entorno.

Para acometer estos retos hay que romper inercias asentadas en nuestra profesión, pero que una vez superadas ayudan sobremanera a mejorar nuestra labor y a facilitar a los alumnos una transición vital de gran importancia para ellos. 

Os animo a compartir desde aquí, en TICtiriti, vuestras experiencias a este respecto, ya sea dejando vuestros comentarios o escribiéndome a tuprofesoronline@gmail.com para publicar en el blog vuestros proyectos. Juntos, compartiendo nuestras experiencias podemos mejorar.

La huelga como proyecto colaborativo




Es bien sabido por todo docente de Secundaria que cuando el Sindicato de Estudiantes organiza una huelga los alumnos se frotan las manos, pensando lo bien que sienta tener unos días libres entre semana. No existe cultura social en los centros que facilite información y organización autónoma de manifestaciones durante las huelgas, y el profesorado se desentiende a la vez que mira con escepticismo estos días muertos, sorprendiéndose de la falta de iniciativa de los alumnos. 

Una huelga es una ocasión idónea para reflexionar y generar experiencias educativas que hagan reflexionar a los alumnos sobre la importancia de luchar por sus derechos y organizarse colectivamente en torno a intereses comunes. La cultura democrática en los centros brilla por su ausencia. Los alumnos cada vez se sienten menos representados en los órganos del centro y creen que no se les escucha. Una cultura pasiva, a menudo propiciada por los mismos docentes, facilita que los alumnos ni siquiera se planteen la posibilidad de defender sus derechos. Se da por hecho que vivimos en una sociedad en la que cada cual va a lo suyo y no merece la pena luchar. 

Todo esto y más me hizo pensar en la posibilidad de un proyecto colaborativo entre mis alumnos de 1º de Bachillerato que consistiera en organizar una manifestación el día previo a la huelga convocada por el Sindicato de Estudiantes para los días 25 y 26 de febrero. Sabía bien que si les animaba a venir uno de esos días a secundar una manifestación, no vendrían o lo harían dos o tres, y tampoco lograríamos animar al resto de alumnos del centro. Así que lo mejor era que ellos mismos descubrieran a modo de proyecto de aula la importancia de organizarse colectivamente y defender sus derechos. De ahí esta actividad a modo de simulación que en realidad no lo es del todo.

Les expliqué el proyecto previamente, lo que buscaba con ella y el proceso de trabajo que seguiríamos. El grupo ya está cohesionado y han trabajado de esta forma en más ocasiones conmigo. Llevamos todo el curso trabajando con Google Apps para Educación (Gafe); cada uno dispone de una cuenta de Google y ya han trabajado con Drive y Classroom, así que los utilizamos como medio de comunicación y gestión del trabajo de equipo. Propuse tres grupos (ellos los formaron libremente), cada uno con sus tareas asignadas previamente:


Y una temporalización de dichas tareas:


Igualmente les facilité a los menores de 18 años una hoja de autorización para sus padres, ya que la manifestación tendría lugar a las puertas del centro, pero fuera del mismo.


Los alumnos disponían también de una hoja de evaluación de sus tareas, que les permitía saber en todo momento cómo las estaban realizando. Se valoraba tanto la entrega a tiempo de cada tarea como la organización interna del grupo. Los nombres en negrita son los coordinadores de cada grupo y subgrupo. Los nombres en azul son los coordinadores generales de cada grupo.


La implicación de los alumnos fue inmediata. Eligieron coordinador de cada grupo, establecieron roles de trabajo y reparto de tareas. El coordinador enviaba al profesor por email una relación de las tareas realizadas ese día y de los materiales que iban elaborando, así como las dudas surgidas.

El grupo de redes sociales creó una cuenta en Twitter (con el hashtag #manifestacion24F) y en Facebook, así como un blog, donde iban subiendo los materiales escritos y audiovisuales del proyecto. Además, crearon un logotipo a modo de Sindicato de Estudiantes del centro (S. E. San José).





Los alumnos organizaron una bolsa común para comprar silbatos y materiales de papelería para crear las pancartas de la manifestación. El profesor, una vez dadas las instrucciones y tres enlaces web sobre la huelga, no participó en el proceso ni influyó en las decisiones de los grupos. Se limitaba a facilitar medios, horarios y resolver dudas.


El grupo encargado de recabar información sobre la huelga informó en clase a sus compañeros sobre las razones de la huelga y elaboró una octavilla que repartieron entre los alumnos de Bachillerato y Ciclos del centro. Asimismo, redactaron un manifiesto que se leyó durante la manifestación. 


Durante la sesión siguiente a la manifestación los alumnos se reunieron en subgrupos y después en grupos para evaluarse a sí mismos y al profesor. Los coordinadores de cada equipo envían los resultados de esta evaluación al profesor vía Classroom. Igualmente, se realiza en el aula una evaluación conjunta, reflexionando sobre la importancia del trabajo en equipo y de luchar por intereses comunes.



Tengo que dar el temario




Me educaron -como supongo que a usted también le pasó- en una escuela que me evaluaba a través de ejercicios y exámenes. Ejercicios y exámenes. Eso es todo. Era raro que mis profesores exigieran de mí algo más que repetir tareas y memorizar datos. Cuando fui a la Universidad no cambiaron los medios de evaluación, más bien se amplificaron; me exigieron memorizar muchos más datos. Digamos que mi cultura pedagógica como alumno se reduce a ese binomio clásico: ejercicios y exámenes. Y con esa mochila de costumbres metodológicas me preparé las oposiciones a docente. Como ustedes intuirán, lo que uno aprende es lo que acaba enseñando. O dicho de otro modo, es difícil enseñar algo que previamente no hayas aprendido. Sucede en nuestra profesión y en cualquier otro ámbito de la vida. De ahí que durante mis primeros años como docente aplicara con mimética disciplina aquellas técnicas que observé en mis años de estudio. 

Por entonces, mediados de los 90, el plan de formación del profesorado no era especialmente innovador. La mayor parte de los cursos a los que asistí los impartían profesores universitarios que no habían pisado un aula en su vida y que hablaban de aquello que habían estudiado, y no de lo vivido en sus propias carnes. Dentro del discurso pedagógico no se incluía la necesidad de aplicar metodologías prácticas, activas y colaborativas, y mucho menos el uso de las TICs (por entonces casi nadie tenía un ordenador en casa). Los compañeros de mis primeros centros de trabajo que llevaban a su espalda décadas de oficio aplicaban técnicas de evaluación clásicas, las mismas que yo había aprendido de mis profesores. El currículo se impartía a pelo, sin mediar metodología alguna. Se cogía el libro de texto, se leía y explicaba, y después se mandaban tareas para casa. Terminada la explicación de un tema, se hacía un examen, es decir, una prueba escrita, teórica o práctica, según el área y los contenidos. Se ponía una nota numérica de cada examen, se hacía media y la nota resultante es la que acababa en el boletín de notas trimestral. Cierto que también se mandaban tareas no escritas, trabajos que exigían del alumno buscar información o realizar una exposición, individual o en grupo, pero este tipo de metodologías eran rara avis y no se abusaba de ellas por temor a no poder dar todo el temario.

Quizá, querido lector, mientras leías esta breve crónica hayas pensado para sus adentros: Pues la verdad es que no ha cambiado mucho el cuento. Y no te falta razón. Yo tengo la misma impresión. A pesar de los aires de innovación que alimentan el foro educativo y la importante inversión de dinero en materia TIC, no parece que el impacto real sobre las aulas sea generalizado. Por supuesto que existen razones para el optimismo. Cada vez más docentes no solo se replantean con honestidad si la metodología y la evaluación que están aplicando en sus aulas es la más adecuada, sino que pasan a la acción, modificándolas y animando a otros docentes a hacerlo. Algunos lo llaman REDvolución, un término que a mi juicio puede conducir a error. Cuando nos planteamos un cambio metodológico, éste no debe estar supeditado a la inclusión sí o sí de nuevas tecnologías. Los medios utilizados deben subordinarse a los objetivos (competencias) que se buscan y a las metodologías que mejor se ajustan a ellos. No al revés. Existe una tendencia, alimentada en parte por la propia administración educativa, a ligar innovación con TIC, lo que desvía la atención del verdadero problema y ha generado la falsa creencia de que o bien las TICs son una moda ineficaz o que con solo utilizar la pizarra digital ya somos innovadores. El reto es volver hacia atrás y reformular nuestros métodos de trabajo y la forma más sencilla de evaluar(nos).

¿Es malo poner exámenes? ¿Y tareas escritas? Solo los más integristas de la innovación digital se atreverían a afirmarlo. El modelo clásico de ejercicio-examen se basa en el presupuesto pedagógico de que los alumnos tan solo deben asimilar información prediseñada y reproducirla; el profesor es fuente y traductor de contenidos. El alumno pasa a ser mero reproductor de datos; debe asimilarlos, no reformular su significado. Es sorprendente que en las sesiones de evaluaciones algunos docentes afirmen con perplejidad que los alumnos no entienden lo que se les explica, sin hacer autocrítica de ello, como si el problema tan solo residiera en la incompetencia del alumno. 

La debilidad de este enfoque reside en que se limita a desarrollar la memoria del alumno, virtud a priori nada desestimable. Pero ¿debe ser la única? Se presupone erróneamente que las tareas y los exámenes favorecen el desarrollo de todas las competencias y que son la forma más eficaz de cumplir con el temario oficial (obsesión de todo docente de piñón fijo). Sin embargo, no es así. Una tarea o examen escrito, de esos en los que el alumno debe completar, discriminar o contestar, solo potencia un reducido número de destrezas básicas, pero obvia otras muchas, igual de importantes y también detalladas en nuestro currículo. Es de sentido común pensar que una sola metodología, el uso exclusivo de un método de evaluación, no puede ayudar a desarrollar todas las competencias descritas en nuestra legislación educativa. Y aún sabiendo que es así, ¿por qué no ha cambiado de forma significativa y general nuestra metodología de aula y, por extensión, los métodos de evaluación?

Existen a mi juicio dos factores que explican esta resistencia. El primero le compete a las políticas educativas. Existe una dicotomía, casi esquizoide, entre las intenciones de la administración -a menudo mera propaganda- y la realidad de las aulas. Por un lado se saca pecho, mostrando los rutilantes planes de innovación y la generosa dotación de medios, y por otro el diseño del currículo y el modelo oficial de evaluación prescriptiva siguen respondiendo a patrones regresivos. Igualmente, la formación del profesorado, pese a aparentar un espíritu innovador, no acaba cuajando en la realidad. Y no lo hace porque la formación está aislada de la intervención del docente, no responde a programas integrales y evaluables dentro de los centros. El modelo de formación del docente no ha cambiado en décadas; se reduce a formarte y conseguir puntos. 

Un docente clásico, de ejercicio y examen, se adapta como la seda al actual modelo de evaluación exigido por la administración. No necesita invertir tiempo y esfuerzo en mutar sus hábitos profesionales; pone el piloto automático y listo. El modelo de evaluación que le exige la administración se ajusta a la perfección con su metodología de aula y sus métodos de evaluación tradicionales. Quien innova lo hace a título personal, bajo su propia responsabilidad y regalando voluntariamente su tiempo y creatividad. Los planes de innovación de la administración de hecho se concibe como excepciones voluntarias. 

Pero no todo es responsabilidad de la política educativa. Algo tendremos que ver nosotros, los docentes, en todo esto. En definitiva, somos nosotros quienes estamos a pie de aula, quienes debemos procurar con nuestras decisiones y acciones directas la calidad de la enseñanza. Hacer reflexión de nuestra intervención educativa es una exigencia profesional y también moral. Huir de la comodidad que nos proporciona una metodología monocorde, basada en la dictadura del libro de texto, es uno de los retos principales de nuestra profesión. Y esto no se hace solo con el impulso y apoyo de la administración; requiere también del arbitrio de la voluntad de cada docente. En el fondo sabemos que no podemos seguir adoptando una postura inflexible y conservadora en nuestra actuación diaria en el aula. Sabemos que la diversidad de competencias requieren diferentes metodologías, materiales y adaptaciones de espacio y tiempo, así como medios de evaluación adaptados a esos cambios. Enrocarse en la excusa de que el currículo nos exige acabar el temario no ayuda a mejorar lo presente; más bien lo empeora. 

Sin embargo, no todos los docentes perciben este viraje metodológico como necesario. No todos adoptan una metodología tradicional a causa de la falta de voluntad, el miedo, la pereza, la incertidumbre o la conveniencia. Existen no pocos docentes que ven en este cambio pedagógico cosa de modernos (utilizo este término porque yo mismo he sido tildado en alguna ocasión de esta forma), una moda impostada que aleja al docente de su principal misión: impartir clase, sin florituras ni experimentos. Es más, están convencidos de que estas nuevas metodologías afectan al rendimiento escolar. Por poner un ejemplo, un proyecto colaborativo en donde los alumnos se impliquen de forma directa en su aprendizaje, construyendo ellos mismos los contenidos, les suena a juego insustancial, a pérdida de tiempo. Es algo que solo se debe hacer si acaso cuando te sobre algo de tiempo para dar el temario o durante las semanas de centro. La percepción que tienen algunos compañeros de las metodologías de los llamados docentes innovadores es si no negativa, por lo menos inocua y exclusivamente lúdica, sin sustrato curricular que la sustente.

Y es lógico que lo perciban de esa forma. Si lo pensamos bien, la administración no exige nada más al docente que la asistencia a clase del alumno y su evaluación numérica trimestral. No existen planes integrales en la política educativa que exijan readaptar la evaluación en función de modelos nuevos. El perfil de la inspección sigue siendo eminentemente administrativo. Ni siquiera cuando un centro o un docente se apunta a un programa de innovación existen mecanismos de evaluación de estos proyectos, ni apoyos que permitan su seguimiento posterior. La Administración no favorece este viraje metodológico, más bien perpetúa la tradición. Ni siquiera los planes formativos del profesorado van más allá de un recetario de aplicaciones y herramientas. La innovación es considerada por la administración y buena parte del profesorado como residual, ligada sobre todo a la mera obtención de puntos específicos de cara a un concurso de traslados, pero no como parte esencial del modelo educativo.

Existe a día de hoy en España una pequeña pero bien formada generación de docentes innovadores que desarrollan su labor a pesar de ir contra corriente en sus propios centros y con una administración educativa que no aprovecha su potencial. De hecho, buena parte de estos docentes encuentran más apoyo fuera de su entorno profesional cercano que dentro de él, impulsados a crear redes nacionales de diálogo, reflexión e intercambio de experiencias, así como diseño de proyectos en red entre alumnos de diferentes centros. Un docente innovador aprende más a través de estas redes que desde la formación que les proponen los CPRs o los planes de innovación diseñados por la administración. 

Un reto futuro para cualquier Consejería de Educación es descentralizar la formación del profesorado de los CPRs a los centros y no ser la Administración quien diseñe los planes de innovación, sino apoyarse en las redes de trabajo colaborativo ya existentes, dándoles cobertura material y de infraestructuras. Un proceso de abajo arriba, y no al revés, como hasta ahora se viene haciendo. Esto permitiría que la formación y los proyectos educativos se diseñaran en función de necesidades y niveles de competencia profesional reales, favorecidos por la ayuda mutua entre docentes, no solo dentro de un mismo centro, sino entre centros diferentes. El futuro es expandir redes de intercambio entre docentes y de experiencias educativas entre alumnos. En definitiva, sacar a la escuela fuera de ella misma y abrirla al mundo, desde su entorno más cercano hasta el resto del mundo.


Este artículo también ha sido publicado en la revista digital educativa EvaluAcción